miércoles, 21 de enero de 2015

José Luis Alvite, columnista en blanco y negro - Juan Tallón

José Luis Alvite, columnista en blanco y negro - Juan Tallón

El periodista José Luis Alvite.
Algunas columnas de José Luis Alvite (Santiago de Compostela 1949-2015) eran nostálgicas y descarnadas. Otras, descarnadas y nostálgicas. En todas habitaba una oscuridad cegadora. La fuerza de sus metáforas, que se encadenaban hasta convertir la pieza en un OK Corral, te obligaban a apartar la vista cada poco, mientras te decías, con un gesto, “pero qué cabronazo”. Alvite escribía en blanco y negro, regresando a Chandler. Había adoptado esa tonalidad en sus días de periodista de sucesos en El Correo Gallego, en los setenta. Empezaría desde tan abajo, que le gustaba decir que su primer encargo de redacción fue “salir a buscar agua en un botijo para un compañero de la rotativa”. Rara vez llegaba antes de las diez de la noche al periódico. Los jefes se desesperaban, mientras él tomaba asiento, se servía una copa y la crónica desfilaba en silencio, con los brazos en alto, como si la apuntase con una pistola.
Las mañanas se le iban en un trabajo anodino y vulgar: durante treinta años fue empleado de una caja de ahorros. Las tardes eran para el periodismo. Por las noches trataba de sacar la cabeza a flote cerca de alguna barra. De vez en cuando soltaba una cabezada, así fuese dentro del coche, para no dar que hablar. “Mi trabajo en Caixa Galicia me obligaba a madrugar sin haber dormido”, confiesa en una entrevista. Estos pequeños desórdenes, o tristezas, lo hacían muy feliz. Y escribían su biografía en poco espacio. “Lo mejor de mi currículo es la grapa”, señala en Historias del Savoy. La vida dislocada y errante le calmaba los nervios. Decía que le hubiese gustado ser niño huérfano, “vivir en un hospicio y pasar de familia en familia”. A la postre, esa existencia caótica determinó las atmósferas de sus columnas, primero en La Voz de Galicia y Diario 16, y después en Faro de Vigo, La Razón y Onda Cero. Con sus frases podías fabricar una cerilla para encender un cigarro. Si no tenías tabaco, también te surtía la columna, a menudo atravesada por alguno de esos perdedores que, cuando alcanzaban su sueño, morían dentro de él.
Entre noche y noche, inventó el Savoy, un bar a su medida —genialidad táctica— que deparó más de dos mil crónicas. Pocas ficciones literarias le resisten el pulso en nuestra prensa. Son célebres sus entrevistas imaginarias con Scott Fitzgerald, Bogart o Jesucristo. Hitler le negó que aspirase a imperar sobre Europa. “Lo cierto es que mi auténtico sueño era ser profesor de gimnasia del III Reich”.
Una escalera que baja, un guardarropa, una barra llena de náufragos, una pista de baile, un piano de cola y una puerta de atrás que daba a un callejón: eso era el Savoy. Tal vez el escenario de sus mejores columnas, no necesitadas tanto de la actualidad como de un desengaño amoroso de toda la vida o un error garrafal. Algún día le preguntaron por qué no escribía una novela, como si solo consistiese en empezar una columna y detenerse un poco más lejos. La idea misma le aburría. Además, sus columnas estaban cargadas muchas veces con todo lo que una novela puede necesitar.

Nieto e hijo de periodistas, poseyó una de las voces más particulares del columnismo español. El toc-toc-toc que levantaba su estilo se distinguía a leguas, casi sin leerlo. Te ganaba su actitud, ese modo de declarar, ambiciosamente, que siempre quiso ser “un tipo sin aspiraciones”, y con el tiempo, y sin demasiada suerte, “labrarse un pasado”. Su flirteo con la tristeza te hacía reír por dentro, muy serio. Cuando las cosas se pusieron feas de verdad, tristísimas, y apareció el cáncer, siguió pensando que en la vida le salieron bien “unas cuantas cosas que hice mal”. El sábado pasado, enterrado en el cementerio de Boisaca, se quedó muy cerca de Valle-Inclán.